sábado, 16 de abril de 2011

La participación social: discurso vacío

Edgar González Gaudiano[1] y Adalberto Tejeda Martínez[2]
En el discurso todo político exalta las virtudes de la participación social, sobre todo su condición necesaria para el ejercicio de la ciudadanía y la institucionalización democrática para la modernización del Estado y la aplicación plena de los derechos sociales y políticos de la población.
Los Observatorios Ciudadanos y los Consejos Consultivos gravitan alrededor de la participación social y también, desde luego, los rebasados partidos políticos y las múltiples organizaciones sociales, vecinales y territoriales. Pero es en el ámbito local donde la participación social puede cumplir mejor su cometido. Los barrios, las colonias, las instancias municipales, religiosas, recreativas y culturales, entre otras, constituyen los espacios por excelencia para que las personas puedan ejercer sus derechos y obligaciones en formas concretas y de interés para su calidad de vida, como es el caso de la gestión de bienes y servicios públicos.
Sin embargo, el acceso a bienes y servicios básicos (agua, drenaje, luz, vigilancia, recolección de basura, etc.) funciona de manera diferenciada: para algunos son eficientes y baratos en comparación de los ingresos; pero mucha gente ha tenido que crear e intervenir en organizaciones sociales para poder obtenerlos. La ineficiencia, la corrupción, el conflicto de intereses y el desconocimiento de los criterios de asignación de recursos y definición de prioridades en las dependencias de los tres niveles de gobierno para tratar asuntos y demandas de interés público, son asuntos recurrentes de nuestra aún vulnerable institucionalidad democracia: la gente de a pie tiene que superar muchos obstáculos puestos por la propia autoridad para que sus derechos sociales sean atendidos.
Nuestras instituciones, pese al discurso político que proclama lo contrario, están llenas de simulaciones que lastran aún más sus precarias posibilidades de ser eficientes y justas. Desde los consejos consultivos y demás organismos constituidos para dar voz a los ciudadanos que sólo se emplean para legitimar decisiones consumadas de la autoridad y a veces ni para eso, sino sólo para cumplir con ciertos ordenamientos legales que los prescriben, hasta muchos periodistas y medios impresos y electrónicos que practican tal culto a la personalidad de la autoridad o funcionario en turno de manera tan grotesca y descarada, que resulta ofensivo para cualquiera medianamente inteligente.   
Ese es el pan nuestro de cada día en Veracruz: numerosos periódicos y panfletos de índole variopinta, que no se venden porque ya están pagados, de dudosa contabilidad y que sólo exaltan imágenes ridículamente infladas de una autoridad que no se corresponde con los tiempos actuales. O el caso de nuevos funcionarios que pregonan cambios radicales dizque en bien de la ciudadanía, pero que no son capaces de poner orden ni en el teléfono para reportar fugas de agua los fines de semana, por ejemplo.
La participación social es clave para construir instituciones verdaderamente públicas. Para ello ha de existir la convicción en autoridad y en ciudadanía de que la participación o es auténtica o no es y de que se respeta la disensión ideológica y política como condición de una gobernabilidad democrática. Mantener las usuales formas burocráticas y autoritarias de gobierno que simulan y minimizan la participación de la ciudadanía en los decisiones y asuntos públicos, es preservar la exclusión de los intereses de la ciudadanía en el pacto social. Algunas perlas en este sentido son: la improvisación de las reuniones de consulta del Plan Veracruzano de Desarrollo 2011-2016, cuando el documento ya estaba en prensa;  invitaciones y convocatoria de último momento, con lo que interlocutores enterados de los problemas no pudieron asistir  y la carencia de una discusión seria de las propuestas, son claros ejemplos de esa simulación a la que es proclive nuestra clase política. ¿A quién creen engañar? ¿Cómo puede elevarse el nivel de la política que se practica en el estado con estos usos y costumbres? ¿Cómo se van sentar las bases de un nuevo estilo de gobierno si se reproducen miméticamente prácticas viciadas en las que nadie cree, pero finge hacerlo? ¿Cómo evitar que el beneficio de la duda se desgaste aceleradamente por no cuidar la aplicación de formas verdaderamente democráticas del ejercicio del poder?

La Jornada Veracruz, viernes 25 de abril de 2011, página 7.




[1] Investigador del Instituto de Investigaciones Educativas de la Universidad Veracruzana.
[2] Coordinador del Programa de Estudios de Cambio Climático de la UV.

miércoles, 13 de abril de 2011

Academia y autoritarismo, como el agua y el aceite

Adalberto Tejeda Martínez y Édgar González Gaudiano


Por una extraña razón los políticos mexicanos quieren alcanzar el grado de doctor. José Córdoba Montoya fue el falso doctor del Salinato y Fausto Alzati del Zedillismo. En cambio, los verdaderos estadistas les dejan los títulos y grados a los académicos y ni por equivocación buscarían inscribirse en la universidad de su comarca, esa que controlan por la vía del presupuesto, para obtener un certificado fácil. No se le ha ocurrido a Luiz Inácio “Lula” da Silva, que no tiene títulos universitarios pues de origen es obrero, ni a Felipe González, abogado litigante en sus inicios profesionales, por citar dos casos latinos de líderes exitosos, pero es probable que se le ocurra a Hugo Chávez. Y, en todo caso, para eso están los doctorados honoris causa que se pueden otorgar por méritos sobresalientes en el ejercicio de la función pública, preferentemente cuando esa función ha cesado.
El doctorado lo inventó hace más de doscientos años Wilhelm Humboldt, el hermano de Alexander, inspirado en el taller medieval donde se enseña con el trabajo diario para formar artesanos maestros, o investigadores creativos y formales en el caso de los doctores. El estudiante de doctorado tiene el deber de acostumbrarse a la crítica académica. Critica él a sus colegas, a sus profesores, a los autores que lee, y es sujeto de la revisión rigurosa de sus pares. No puede ser un doctorante si vive en una situación de privilegio o de marginación. No estudia sólo para saber más, sino para mejorar con sus aportes su área de conocimiento, y eso no lo puede hacer desde una posición conformista o de autoridad devengada de otra fuente que no sea el saber y el saber hacer. También debe entender –ese estudiante- que un doctorado no se ostenta hasta que no se defienda convincentemente una tesis, que por lo demás deberá ser una verdadera contribución al conocimiento.
El trabajo académico –sobre todo el de investigación rigurosa que además forma doctores- debe soportarse en la honestidad intelectual de profesores y estudiantes. El hijo del político local al que todos los profesores ponen dieces sin merecerlos, es una imagen común en los poblados atrasados. El funcionario doctorándose en escuelas donde ejerce su influencia no es precisamente un ejemplo de honestidad intelectual. Si su carrera es la política, ¿por qué afanarse en obtener el diploma de doctor, que no da ni quita méritos para la batalla electoral? Una explicación posible es que se perfile como candidato a político educativo, aspirante a rector, secretario de educación o agregado cultural, ya sea como meta principal o como red de protección para caer en blandito si llega a soltarse del trapecio del poder.
La otra cara de la moneda son los obsequiosos grupos pseudoacadémicos que con lisonjas y adulaciones, haciendo caso omiso de reglamentos de asistencia y de cumplimiento de la vida académica, regalan grados o los cambian por prebendas. Se desprestigian ellos pero en su desprestigio arrastran a la institución que deberían defender. La toga y el birrete pasan de investidura a disfraz o caricatura; los actos académicos se convierten en farsa. No es un ejercicio de contraste de ideas sino de autoritarismo del sustentante que no fue alumno ni estudiante, sino dador de gracias.
Con tesón y sangre nueva las universidades de la provincia mexicana cada vez más avanzan sobre los rieles de la academia, pero hay quienes siguen creyendo en el autoritarismo de la vieja universidad tropical.

Milenio El Portal, noviembre 15 de 2010