lunes, 27 de enero de 2014

Ética mínima y educación ambiental

Ética mínima y educación ambiental[1]

Edgar J. González Gaudiano[2]

Dice Adela Cortina, en su “Ética mínima” que nuestro tiempo es una época light, de alcances modestos. Se pregunta ¿Quién ambiciona ya descubrir la verdad, alcanzar el bien, practicar la justicia? ¿Quién pretende poseer el secreto de la felicidad? En este momento son las pequeñas verdades, los satisfactores básicos, los fragmentos de justicia, los retazos de felicidad los que nos ayudan, si no a «vivir bien», en el hondo sentido de los clásicos, al menos a «pasarlo bien»: a pasarlo lo mejor posible.
Y, sin embargo, reconoce Cortina, las preguntas por la rectitud y la justicia, por la legitimidad del poder y la esperanza de salvación continúan demandando respuestas a una cultura que precisa contestarlas para recobrar su sentido. 
Esas son las cuestiones que aborda en su libro internándose en eso que denomina filosofía práctica, no para alcanzar los proyectos de un sujeto trascendente, como se lo imaginó la modernidad, sino para no renunciar a transmitir aquello sin lo cual es imposible la convivencia democrática.
De ahí la importancia de definir los mínimos morales que una sociedad democrática ha de transmitir; aquellos principios, valores, actitudes y hábitos a los que no podemos renunciar, pues al hacerlo estaríamos renunciando a nuestra propia humanidad. Esos mínimos quizá no respondan a todas las aspiraciones que constituiría una moral de máximos, pero es lo que nos permite pensar que pueden ser asumidos por todos.
Rescato estas valiosas ideas para trasladarlas al campo de la educación ambiental, el cual desde hace tiempo que ha estado instalado en una pretensión minimalista que ni así se cumple. La aspiración de formar un ciudadano respetuoso con el entorno que al menos sea capaz de reducir sus consumos (energía, agua, bienes, etc.), separar sus desechos y preservar la calidad del ambiente y la integridad de los ecosistemas naturales, es una pedagogía de propósitos mínimos.
Cuando alguien de nosotros se considera a sí mismo que es un ciudadano ambientalmente responsable sólo por cumplir con los comportamientos señalados arriba, está dentro de una ética mínima. Pero un conformismo tal puede obscurecer las causas que permanecen enquistadas en las profundas raíces de nuestro confortable estilo de vida e impedir desafiar el estatus quo para buscar una ciudadanía radical. Por eso la ética mínima debe verse como punto de partida no de llegada.     
Con una educación ambiental de mínimos no estamos orientando nuestras pretensiones a intentar intervenir sobre las causas que ocasionan la ingente degradación ambiental y sus persistentes efectos en el largo plazo, en un proceso de degradación social progresiva de crecientes sectores de la población; que destruyen las culturas locales; que están globalizando la injusticia, la desigualdad, la violencia sistémica y la violación de los derechos humanos, subordinando la política y las decisiones ciudadanas a los intereses de los grupos corporativos y su séquito de cómplices locales. Y sin embargo como dice Cortina, para poder “estar bien” al menos con nosotros mismos, no podemos renunciar a luchar contra eso.
Por eso es que celebro las actuales movilizaciones de la población de Jalcomulco y otras comunidades aledañas en el estado de Veracruz, en relación con las presas que se pretenden construir sobre el río Pescados, para generar “beneficios” económicos que no sólo no repercutirán en  la gente local, sino que destruirán su sistema de vida, sus tradiciones, usos y costumbres, sus fuentes de ingreso. A ellos no podemos simplemente recomendar una pedagogía de mínimos como punto de llegada, cuando están por cancelarles su futuro y el de sus hijos. Esa puede parecer una lucha pequeña, mínima, frente a los grandes retos del momento, pero significa todo para ellos.



[1] Publicado en La Jornada  Veracruz, el lunes 27 de enero de 2013. p. 6.
[2] Coordinador de la Cátedra UNESCO – UV “Ciudadanía, Educación y Sustentabilidad Ambiental del Desarrollo”. http://edgargonzalezgaudiano.blogspot.mx

lunes, 20 de enero de 2014

Veracruz ante la vulnerabilidad y el riesgo

Veracruz ante la vulnerabilidad y el riesgo[1]

Edgar J. González Gaudiano[2]

Hace unos cuantos días, en estas mismas páginas se publicó una extensa nota sobre la falta de aplicación de los recursos financieros recibidos en el estado de parte del gobierno federal a través del Fondo de Desastres Naturales, desde 2011 a la fecha.
Llama la atención la escasa resonancia en los medios y respuesta oficial que recibió dicha nota, habida cuenta que se denuncia el subejercicio o desvío de más de nueve mil millones de pesos, en un estado clasificado como de alta marginación, ocupando el nada honroso cuarto lugar nacional (Conapo, 2010). El silencio resultante no hace más que confirmar que la información tiene mar de fondo.
El estado de Veracruz cuenta con 720 kilómetros de litorales en el Golfo de México y es susceptible de sufrir recurrentemente el impacto de fenómenos hidrometeorológicos. En los años recientes, el huracán Karl y las tormentas tropicales Matthew (2010), Arlene (2011), Ernesto (2012) y Barry (2013) y el huracán Ingrid (2013) afectaron a decenas de municipios y en cada caso las declaratorias de emergencia y de desastre generaron que el Fonden respondiera con recursos para atender “de manera inmediata y oportuna, proporcionando suministros de auxilio y asistencia a la población”, así como para “la normalización de los servicios públicos o reconstruir los daños sufridos en las viviendas de la población de bajos ingresos como a la infraestructura pública federal, estatal y/o municipal” (Segob, 2014).
Ese apoyo financiero es un derecho de la población, no una generosa concesión de la autoridad. La población damnificada, por tanto, no ha de ser vista como receptores pasivos de la beneficencia pública, o sea como víctimas que se convierten en objeto de compasión como los medios de comunicación se encargan de difundir en cada caso.
Si bien la ayuda humanitaria es necesaria y los mexicanos son ejemplarmente solidarios con la desgracia ajena, los damnificados son sujetos de derechos sociales y políticos que deben ser reclamados.
Una entidad como Veracruz con un gran rezago en su desarrollo y con una ubicación susceptible a padecer el embate de fenómenos climáticos, es un estado vulnerable. Esa vulnerabilidad se acrecienta si la escasa infraestructura generada por las políticas de desarrollo y las precarias condiciones de vivienda y medios de subsistencia de la población más pobre, se ve afectada periódicamente por desastres que no reciben la respuesta apropiada de las autoridades, antes, durante y después de los fenómenos.
Cada desastre hace retroceder el incipiente desarrollo del estado, porque la capacidad de la población de recuperarse al impacto sufrido (resiliencia social) es muy baja. Si a eso le añadimos que los recursos que se destinan para la asistencia y para mitigar los daños no se aplican a eso, por las razones que sean, entonces estamos frente a una grave irresponsabilidad política de todos los órganos del Estado.
Aunque Veracruz ha comenzado a avanzar en sus políticas al dejar de administrar desastres para darle cabida a la gestión del riesgo, como se vio el año pasado durante el huracán Ingrid, es preciso considerar que los derechos de las personas son permanente negados mientras persistan la vulnerabilidad asociada a la pobreza y, por ende, las condiciones de riesgo existentes, y peor aún cuando lo poco que hay para paliar el sufrimiento se destine a otra cosa, con la complicidad de muchos.
Por eso insistimos en que los desastres no tienen nada de naturales.






[1] Publicado en La Jornada Veracruz, el 12 de enero de 2014, p.12.
[2][2] Coordinador de la Cátedra UNESCO – UV “Ciudadanía, Educación y Sustentabilidad Ambiental del Desarrollo”. http://edgargonzalezgaudiano.blogspot.mx