Vivimos tiempos de enorme complejidad: expansión de la democracia liberal, predominio del mercado por sobre cualquier otra estrategia de relación interpersonal, terciarización de la economía y su integración global, transformación radical de los sistemas de producción y de los mercados de trabajo, velocidad vertiginosa del cambio tecnológico, omnipresencia de los medios de comunicación de masas con capacidad de construir realidad, homogeneización de una cultura mundial de masas, tensiones crecientes de los roles del Estado en un contexto cada vez más globalizado, procesos paradójicos de integración y exclusión, inmersión en la sociedad del riesgo y de la vulnerabilidad y un ingente deterioro ecológico, económico y social en medio de crisis políticas y cínica decadencia institucional que empiezan a cobrar expresiones violentas incluso en el mundo desarrollado, entre otros.
En este marco, es complicado redefinir el rol social que desempeña la educación, ya que estamos inmersos en una transformación general, desde los procesos de producción, distribución y penetración de los conocimientos, hasta las exigencias en los empleos donde, por ejemplo, se pide cada vez más formación académica para los mismos empleos que en realidad no la requieren. Estamos frente a grandes cambios sociales y culturales, una vida cotidiana y una democracia cada vez más complejas, con crecientes contextos interculturales en los que es difícil identificar cuáles son los conocimientos básicos.
A ello se suma una obsolescencia de la tecnología que ha evolucionado aceleradamente en el curso de una generación más que en cualquier otro momento de la historia y que conduce también a la obsolescencia de los contenidos escolares. Nuestras instituciones educativas, obligadas a responder a esta innovación permanente, no han sido capaces de adecuarse y por lo mismo no están, ni estarán, a punto para formar a la gente que necesitará ese 40% de los empleos del 2015 que aún no se han inventado.
A nivel de preparatoria, 25% de estudiantes del mundo tiene problemas de lectura y 33% no culmina sus estudios de este nivel, constatándose que los estudiantes de ambientes sociales aventajados tienen considerablemente más éxito que el resto. Así, el sistema educativo contribuye a reproducir la desigualdad social. En México, los pobres de hoy tienen tres veces más escolaridad que sus padres y siguen siendo pobres, por la baja calidad de los estudios y la falta de posibilidades de empleo y desarrollo. Programas asistencialistas como Oportunidades ayudan a que los niños permanezcan en la escuela, sobre todo las niñas, y a mejorar su nutrición, pero no combaten las condiciones estructurales que determinan su condición y, sobre todo, no acrecientan sus posibilidades de movilidad social.
Por lo anterior y ante la ostentación de que hacen gala los ricos y un entorno de creciente desigualdad social y de concentración del ingreso, no debería extrañarnos el crecimiento geométrico en la inseguridad y la violencia social, de la economía informal, de la ingobernabilidad y de la migración de nuestros jóvenes con diez y más años de escolaridad en busca de un futuro que aquí no se les brinda por ninguna parte.
Aparece así la necesidad de impulsar una gestión de gobierno con base en resultados concretos, no amañados por estadísticas, ni silenciados y ocultos al escrutinio público. Se requiere de orientar el gasto público para generar soluciones a los problemas presentes de la sociedad y estrategias de largo plazo para prevenir los futuros, que se ejerza con honradez, eficiencia, transparencia y rendición de cuentas. Me pregunto si es mucho pedir, porque son condiciones elementales de una democracia.
Estamos por iniciar el proceso de cambio del gobierno federal y la clase política ha de proponer en sus plataformas electorales construir legitimidad en una sociedad cada vez más escéptica hacia sus gobernantes, no sólo por los procesos electorales en sí mismos que generan muchas suspicacias y desconfianza por la inequidad e incluso ilegalidad de muchos de los actos a la vista, sino por la forma de gobierno a la mexicana llena de simulaciones pseudo-democráticas. El problema es que los partidos políticos en su lucha por el poder con instituciones a modo, y los poderes fácticos con los que gobiernan que se han beneficiado enormemente de esa complicidad, no parecen estar interesados en impulsar los cambios que el país demanda urgentemente.
En otras palabras, es preciso construir un modelo de gobernanza compartiendo las políticas públicas con la sociedad, a través de indicadores muy claros de gestión, para dar pie a un marco de institucionalidad que propicie la construcción de ciudadanía.
¿Podrá la educación contribuir a ello en las condiciones actuales en que se encuentra?Artículo publicado en La Jornada Veracruz el día lunes 5 de julio de 2011
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