Lexicografía de la
corrupción[1]
Edgar J. González
Gaudiano[2]
Si entendemos a la lexicografía como una disciplina que sistemáticamente
colecciona y explica las palabras de un
lenguaje, podemos inferir que el mundo
de la corrupción en el que vivimos representa todo un objeto de estudio. En ese
mundo encontramos unidades léxicas tales como el moche, la transa, la mordida, el
chayote, el cochupo, el entre y el chanchullo, entre muchas otras que dan
origen a todo un diccionario de la corrupción que constituye el lubricante del
sistema político mexicano.
Tal diccionario representa un mundo lleno de sentido que
sólo puede entender el mexicano y los mexicanólogos. Pero no porque, como
dijera Peña Nieto, la corrupción sea un “problema de orden cultural” de nuestra
sociedad, sino porque es un modus vivendi de la clase gobernante del país que
hemos tenido que padecer. Está en sus cromosomas. El gobierno y gran parte del
sector privado que opera como socio está integrado por delincuentes de cuello
no tan blanco, pero con patente de corso para extorsionar, chantajear, atracar,
“proteger” y un sinfín de comportamientos que no forman parte de los manuales
de puesto de la esfera pública, pero que se aplican como un sistema infalible
que tiene como resultado un pacto de impunidad. Tú no investigas a los míos y
yo no exhibo a los tuyos.
Siendo el sistema político mexicano tan corrupto (estamos en
el lugar 106 de 175 países según Transparency International 2013, entre Gabón y
Nigeria) no es difícil pensar lo sencillo que ha sido para la delincuencia
organizada hacer alianza con los ínclitos representantes de los tres órdenes de
gobierno y de los poderes judicial y legislativo. Las prácticas de corrupción como el abuso de
poder, los acuerdos en lo oscurito, el soborno, el cohecho, la malversación, el
fraude y el tráfico de influencias continúan devastando a las sociedades en
todo el mundo, señala esta organización internacional.
Ello da como resultado que aquí estemos hechos polvo. Que si
la estela de luz, que si la línea del metro, que si los puertos y las aduanas,
ya no digamos los reclusorios y los rescates bancario, carretero, azucarero,
etc. etc. Todo, absolutamente todo se lubrica para poder medio funcionar. Según
el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno, en 2010 en nuestro país se
identificaron 200 millones de actos de corrupción en el uso de servicios
públicos provistos por autoridades federales, estatales, municipales, así como
concesiones y servicios administrados por particulares.
Según ese mismo estudio, en ese año una “mordida” costó a
los hogares mexicanos un promedio de $165.00. Para acceder o facilitar los 35
trámites y servicios públicos medidos por Transparencia Mexicana se destinaron
más de 32 mil millones de pesos en “mordidas”. En promedio, los hogares
mexicanos destinaron 14% de su ingreso a este rubro. Como diría el clásico, “el
que no transa no avanza” y “mientras más obras, más sobra”.
La corrupción afecta en forma directa a los derechos
fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos. En otras palabras,
atenta contra los derechos humanos y no sólo contra la Administración Pública. Según
Peña Nieto “la corrupción somos todos” porque se trata de un problema de orden
cultural del que nadie está exento. Pero ¿somos todos Kemo Sahbe?
Ya veremos si con lo de Ayotzinapa empiezan a caer los
verdaderos responsables o se pondrán en operación los usuales procedimientos de
encubrimiento generalizado.
Ya sabemos que fue el Estado. Los queremos vivos.
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