Edgar
J. González Gaudiano[2]
Dice Adela
Cortina, en su “Ética mínima” que nuestro tiempo es una época light, de alcances modestos. Se pregunta
¿Quién ambiciona ya descubrir la verdad, alcanzar el bien, practicar la
justicia? ¿Quién pretende poseer el secreto de la felicidad? En este momento
son las pequeñas verdades, los satisfactores básicos, los fragmentos de
justicia, los retazos de felicidad los que nos ayudan, si no a «vivir bien», en
el hondo sentido de los clásicos, al menos a «pasarlo bien»: a pasarlo lo mejor
posible.
Y, sin embargo,
reconoce Cortina, las preguntas por la rectitud y la justicia, por la
legitimidad del poder y la esperanza de salvación continúan demandando
respuestas a una cultura que precisa contestarlas para recobrar su sentido.
Esas son las cuestiones que aborda en su libro internándose en eso que denomina
filosofía práctica, no para alcanzar los proyectos de un sujeto trascendente,
como se lo imaginó la modernidad, sino para no renunciar a transmitir aquello sin
lo cual es imposible la convivencia democrática.
De ahí la
importancia de definir los mínimos morales que una sociedad democrática ha de
transmitir; aquellos principios, valores, actitudes y hábitos a los que no podemos
renunciar, pues al hacerlo estaríamos renunciando a nuestra propia humanidad. Esos
mínimos quizá no respondan a todas las aspiraciones que constituiría una moral
de máximos, pero es lo que nos permite pensar que pueden ser asumidos por
todos.
Rescato estas
valiosas ideas para trasladarlas al campo de la educación ambiental, el cual
desde hace tiempo que ha estado instalado en una pretensión minimalista que ni
así se cumple. La aspiración de formar un ciudadano respetuoso con el entorno
que al menos sea capaz de reducir sus
consumos (energía, agua, bienes, etc.), separar sus desechos y preservar la
calidad del ambiente y la integridad de los ecosistemas naturales, es una
pedagogía de propósitos mínimos.
Cuando alguien
de nosotros se considera a sí mismo que es un ciudadano ambientalmente
responsable sólo por cumplir con los comportamientos señalados arriba, está
dentro de una ética mínima. Pero un conformismo tal puede obscurecer las causas
que permanecen enquistadas en las profundas raíces de nuestro confortable
estilo de vida e impedir desafiar el estatus quo para buscar una ciudadanía
radical. Por eso la ética mínima debe verse como punto de partida no de llegada.
Con una
educación ambiental de mínimos no estamos orientando nuestras pretensiones a
intentar intervenir sobre las causas que ocasionan la ingente degradación
ambiental y sus persistentes efectos en el largo plazo, en un proceso de degradación
social progresiva de crecientes sectores de la población; que destruyen las
culturas locales; que están globalizando la injusticia, la desigualdad, la
violencia sistémica y la violación de los derechos humanos, subordinando la
política y las decisiones ciudadanas a los intereses de los grupos corporativos
y su séquito de cómplices locales. Y sin embargo como dice Cortina, para poder
“estar bien” al menos con nosotros
mismos, no podemos renunciar a luchar contra eso.
Por eso es que
celebro las actuales movilizaciones de la población de Jalcomulco y otras
comunidades aledañas en el estado de Veracruz, en relación con las presas que
se pretenden construir sobre el río Pescados, para generar “beneficios”
económicos que no sólo no repercutirán en
la gente local, sino que destruirán su sistema de vida, sus tradiciones,
usos y costumbres, sus fuentes de ingreso. A ellos no podemos simplemente
recomendar una pedagogía de mínimos como punto de llegada, cuando están por
cancelarles su futuro y el de sus hijos. Esa puede parecer una lucha pequeña,
mínima, frente a los grandes retos del momento, pero significa todo para ellos.
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