El consumo de distinción, una
lacra social[1]
Edgar J. González Gaudiano[2]
Recientemente
en una visita a la Ciudad de México, al pedir en un restaurant una botella de
agua mineral el mesero me preguntó si quería Perrier, Pellegrino o Fiji.
Obviamente le pedí una marca nacional, pero el asunto me echó a perder un poco
la comida. El agua Perrier proveniente de Francia, Pellegrino de Italia y la
otra de las Islas Fiji. Todas ellas envasadas de origen, a distancias de más de
nueve mil kilómetros de México.
No
quiero imaginarme siquiera la cantidad de energía que se requiere para
trasladar botellas llenas de agua hasta nuestro país, para que la gente que se
quiere sentir diferente a los demás pueda consumirla como si fuera toda una
experiencia gastronómica. ¡Es solo agua! ¡H2O! Todas las presuntas
propiedades que se aducen de esa agua es sólo una persuasiva estrategia de
marketing para engañar bobos.
Cada día
confirmo con profunda tristeza lo efectivos que son los estudios sociales de
las grandes corporaciones multinacionales, para conocer y luego explotar
nuestras debilidades y aspiraciones mediante la oferta de servicios y productos
insustanciales y frívolos a los que respondemos como autómatas. Ahí está la
fila de gente de clase media quizá preocupada con el costo de los útiles y materiales
didácticos que demanda el nuevo ciclo escolar de sus hijos, pero que se forma
en una fila en el centro comercial Perisur para adquirir una lata de Coca Cola
con su nombre, que exhibirá ostentosamente sobre algún mueble de la sala de su
casa.
Así como
ahora se ha puesto en marcha la campaña largamente esperada para combatir el
consumo de comida chatarra para contribuir a
reducir el serio problema de obesidad que padecemos en el país, los
educadores tendríamos también que empezar a hacer nuestra parte para promover
el consumo de bienes nacionales, de frutas y verduras de temporada, de
productos locales y regionales.
Ello no
sólo será más barato, sino que estaremos apoyando los empleos que tanto
necesitamos, disminuyendo impactos ambientales e impulsando las economías
regionales, entre otros muchos beneficios. También contribuiremos a centrarnos
en las cosas que verdaderamente importan, a liberar nuestra mente de toda la
basura que recibimos de la publicidad y la propaganda.
Todo ese
cuento de los pequeños lujos para hacernos sentir fugazmente diferentes de lo
que somos, nos distrae e impide poner atención a los graves problemas que están
reduciendo aceleradamente nuestra calidad de vida. Parafraseando a Bourdieu las prácticas de
consumo son comportamientos estructurados de acuerdo con el hábitus de clase
que se construyen como expresiones dinámicas de una posición social. Pero los
hábitus son también estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como
estructuras estructurantes de prácticas y representaciones sociales; es decir,
son el sustrato de los sistemas de creencias y comportamientos que empleamos
para tomar decisiones en diferentes aspectos y momentos de nuestra vida.
El
consumo de supuesta distinción, es un consumo superfluo que irrita más en una
sociedad con tantas necesidades básicas insatisfechas como la nuestra. Este
tipo de consumo es un elemento sustantivo de la espiral infinita de modas y
necesidades creadas que generan el sentimiento de insaciabilidad que interesa al
sistema económico vigente para maximizar la dinámica de una producción
incesante, a costa de lo que sea. Cuando permitimos etiquetar nuestras vidas
con marcas afamadas la vaciamos de sentido y significados relevantes. Por eso
todo el año somos bombardeados compulsivamente, desde la navidad hasta el día
de la madre, pasando por un sinfín de celebraciones, para convencernos del
presunto prestigio social de adquirir las últimas novedades del mercado, hasta
que el destino nos alcance.
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