Edgar J. González
Gaudiano[2]
A lo largo de los últimos treinta años
ha sido notable el crecimiento del interés de la gente por los temas del medio
ambiente. Ahora es más claro para la mayoría de la población,
independientemente de la clase social, grupo de edad y nivel de estudios, que
la calidad del ambiente está directamente relacionada con las condiciones
generales de la calidad de vida. Nuestras vidas se degradan si se degrada
nuestro ambiente. Estamos convencidos de que la calidad del ambiente es un
valor y que es importante y urgente que alguien haga algo por conservarlo. Pero
a pesar de saberlo, lo que observamos es un proceso progresivo de degradación
que no sólo no cesa, sino que parece acelerarse.
Las
causas del deterioro del medio ambiente son complejas, pues están estrechamente
ligadas con los estilos de vida y el estilo de vida dominante no es
precisamente ambientalista. Las actuales aspiraciones sociales están ligadas a
la adquisición de un conjunto de satisfactores materiales relacionados con un
cierto concepto de bienestar. Sin embargo, estos satisfactores suelen implicar
un mayor gasto de energía y materiales, tales como los electrodomésticos, los
automóviles, los viajes, la moda, alimentos exóticos, etc.
Ese
concepto de bienestar es difundido extensamente por la escuela, por los medios
y por todos los demás vehículos disponibles por el sistema económico y social. De
ahí que nuestro consumo y hasta nuestras actividades de ocio y entretenimiento
están mediados por esta manera de concebir la calidad de vida.
El
ambiente entonces es una prioridad para la gente, aunque no lo es tanto como la
seguridad, el ingreso y el progreso material. Todas las encuestas coinciden en
esto y ha sido un resultado constante en los últimos veinte años con ligeras
variaciones de grado y de orden.
De
ahí que los temas ambientales si bien se han posicionado en la agenda pública,
no se han convertido en un asunto de primer plano dentro de los problemas de
interés social. Es más, incluso han disminuido respecto del peso relativo que
se les otorgó en la política durante las décadas de los años ochenta y noventa
y sólo recientemente han vuelto a cobrar fuerza con el problema del cambio
climático global. Este deterioro progresivo de la política ambiental muestra un
perfil más acusado cuando se enfrentan crisis financieras y económicas de larga
duración.
Es
común escuchar entre la gente el que la preocupación por el ambiente va a
incrementarse en la medida en que se mejoren las condiciones socioeconómicas y
el nivel educativo de la población. Si esto fuera cierto, la población de los
países desarrollados y con mejores índices de escolaridad estaría en la
vanguardia mundial por reivindicaciones posmaterialistas y la verdad no es así.
Salvo las excepciones de siempre y pequeños grupos comprometidos, la
preocupación ambientalista de la población del mundo desarrollado no va mucho
más lejos de su entorno local y regional. El consumo energético y la demanda de
materiales del veinte por ciento más rico de la población mundial han venido
creciendo de manera exponencial.
Lo
que sí empieza a observarse como un factor determinante del cambio en la
percepción y el comportamiento colectivos son las crecientes condiciones de
riesgo, pero eso no implica necesariamente el desarrollo de valores
ambientalistas. En otras palabras, la posibilidad de convertirnos en víctimas
del medio ambiente por escasez de agua, sequías prolongadas, intensidad de
huracanes, inundaciones, desabasto de alimentos, incremento de precios, etc.
está provocando un creciente interés, sobre todo dada la marcada desigualdad
social de los riesgos y la vulnerabilidad.
Lo
anterior explica, al menos en parte, la reciente movilización y resistencia de
importantes sectores sociales frente a decisiones que incrementan su situación
de riesgo y vulnerabilidad sin que les reporten beneficios concretos a la
población, tales como la mina Caballo Blanco y las represas de los ríos
locales, sólo para citar dos casos en el estado de Veracruz.
Sin
embargo, lo que es difícil explicar es el por qué hacemos tan poco en la misma
línea de nuestra preocupación por el medio ambiente. La disociación entre lo
que deberíamos hacer y lo que hacemos es un rasgo general de nuestras vidas y no
sólo en cuanto a la relación con el ambiente. Diferentes teorías han intentado
explicar esto y existe bastante coincidencia en que las categorías que integran
la cadena valores, creencias, normas y comportamientos, tienen su propia lógica
y están mediadas por diferentes factores. Valores altruistas pueden ser más
congruentes con ciertos actos siempre que la cadena no se rompa. Es decir, los
valores han de ser consistentes con la creencia, por ejemplo, de que mi
intervención en los problemas puede marcar una diferencia significativa y de
eso derivar una norma de conducta personal que definirá mis actos en un
determinado sentido.
El
proceso es considerablemente más complejo de lo que he comentado aquí, pero así
opera en términos generales. El problema son los numerosos factores que
debilitan la cadena, tales como el grado de incertidumbre, la distancia
geográfica, la lejanía temporal, la proximidad emocional con las personas
afectadas y las posibilidades de percibir los efectos de un fenómeno a través
de los sentidos.
De
ahí que las noticias que hablan, por ejemplo, del cambio climático como un
problema que ocurrirá en el futuro, del cual no existe plena certeza científica,
de que corresponde a los gobiernos, los científicos y las empresas asumir la
mayor parte de las medidas y de que afectará en mayor grado a otros distantes y
ajenos, son factores que merman nuestras convicciones y debilitan la cadena de valor-actuación.
Esas noticias son afines a un discurso interesado en que se posterguen las
decisiones para favorecer sus negocios, por lo que minimizan la relevancia
actual de los problemas para frenar la formación de compromisos individuales y
colectivos de mayor responsabilidad social.
No
obstante, la cadena también se deteriora por nuestros deseos contradictorios y
nuestras ambivalencias personales en los distintos planos de nuestras vidas. La
creencia de que si se protege el medio ambiente se perderán empleos, pero si no
lo hago me amenaza el colapso, produce dudas y parálisis y nos confronta con un
dilema que termina resolviéndose en función de cuál es la consecuencia más
cercana y probable en mi propia vida.
Muchos
queremos consumir menos pero creemos que una reducción en el consumo es
catastrófico para la economía; otros queremos proteger al medio ambiente y
conservar las comodidades que nos da la vida contemporánea haciendo pequeños
ajustes; las tecnologías ecoeficientes están bien pero que no afecten el
salario, los beneficios o los puestos de trabajo; me gustaría usar menos el
automóvil pero no puedo permitirme llegar tarde al trabajo y tampoco dispongo
de transporte público eficiente y seguro; etc. etc.
Todos
estos son ejemplos de los conflictos en los que nos movemos que nos alejan de
una coherencia entre nuestros propósitos y los hechos, y también de la
posibilidad de transitar hacia la sustentabilidad. El asunto es que la realidad
nos va a obligar más temprano que tarde a entender que no hay manera de seguir
en esta vía y eso modificará sustantivamente las expectativas e incrementará
las tensiones sociales. Y esta advertencia no debiese ser desdeñable para un
gobierno que comienza. Al tiempo.
[1]Publicado en La Jornada Veracruz, el lunes 3 de septiembre de 2012, pág. 7.
[2]Coordinador de la Cátedra UNESCO – UV “Ciudadanía, educación y sustentabilidad
ambiental del desarrollo”. http://edgargonzalezgaudiano.blogspot.mx
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