Una declaratoria sobre la educación
ambiental para la sustentabilidad[1]
Edgar J. González Gaudiano[2]
El 23 de octubre pasado concluyó el III
Foro Nacional de Educación Ambiental celebrado en el Puerto de Veracruz.
Durante su sesión de clausura se propuso respaldar una declaración, que fue
leída a todos los presentes. Este fue el texto:
La
educación ambiental ha sido una puerta abierta sin horarios, un imán para las voluntades
de quienes se niegan a aceptar un mundo profundamente desgarrado y brutal. Personalidad
inconclusa, rebeldía intermitente, pero movimiento fecundo, al presente es,
predominantemente, una propuesta de pensamiento y acción con rumbo y rostro
propios. La introspección crítica y el diálogo con lo externo le han permitido
fincar nuevas estaturas y visualizar mejores rangos, pero sobre todo construir
su piso, delimitar su topografía e imaginar sus horizontes.
Algún
tiempo congelada en su propia auto-referencia y desorientada por una identidad
confusa debida a sus disonancias íntimas, hoy la educación ambiental tiene
capacidades para condensar su diálogo interno con el encuentro que sostiene con
movimientos sociales y otras áreas del conocimiento, pues ha comprendido que no
es posible ser una pieza suelta o un fragmento desprendido en la búsqueda de
entender la misteriosa complejidad de la vida y, mucho menos, en la lucha
frontal contra una realidad ardiente, en medio de un mundo en crisis de
sentido, que se desangra ante tanta inequidad en vértigo.
Así,
el nodo social y político al que se ha sumado la educación ambiental ha propiciado
que ésta no sea sólo una propuesta didáctica para divulgar el estado actual de
los ecosistemas, sino una plataforma pedagógica para explorar la condición
humana en medio de una biosfera convertida en mercancía. La educación ambiental
tiene su mirada puesta en la construcción de una pedagogía diferente, capaz de
darle centralidad al todo planetario y a
la Vida como valor supremo. Se asume
como una arquitecta del futuro, no como concurrente del derrumbe ni placebo
frente al desamparo, pues en su esencia está reconstruir el horizonte ecológico y social,
que es la mejor manera de sostenerse vivos. Bien sabemos que la educación que
no es insurrecta sólo aspira a la didáctica.
Pero,
como educadores ambientales, el mantener la vista hacia adelante no nos exime de
la indispensable evocación crítica al origen y al contexto en el que nacimos
como tendencia educativa, pues es con nuestro pasado, cargado de claroscuros,
con lo que abrazamos al futuro como lo que es: mixtura de alientos, patrimonio
colectivo y posibilidad de renacer. Nos
hemos construido como educadores abriendo el futuro a la luz de nuestras raíces,
por tal razón todo educador ambiental nuevo está obligado a revisar su ideario
y el trayecto recorrido, pues éste, con todas sus limitaciones y tropiezos, es el
producto social que nos da identidad; por fortuna, no necesitamos del típico
borrón y cuenta nueva.
Sin
embargo, debemos reconocer que no deja de invadirnos la fragilidad. Por largos
momentos claudicamos al no levantar la vista para ver territorios más fértiles,
sufrimos cíclicamente de escualidez anímica y de ingenuidad obesa, nos penetra
la debilidad política, relegamos la urgente necesidad de elevar nuestra
profesionalización, se nos diluye el núcleo de los problemas por encerrarnos en
nuestras controversias, abanderamos un catastrofismo histérico, creemos que la
retórica elegante de los congresos y los libros puede sustituir al compromiso
activo con los movimientos sociales. Y todo ello termina hurtándonos la capacidad
de convicción frente a los demás, con quienes queremos ensanchar la
interpretación del mundo.
Con
nuestro esfuerzo colectivo hemos logrado que la educación ambiental sea mucho
más que nosotros mismos. Es memoria y futuro, lucha y concierto, certeza y posibilidad,
creatividad y militancia, raíz y vuelo, espíritu y acción, resistencia y
emancipación. Desfile destilado de ideas y de prácticas, nuestra corriente
educativa no es un cascarón brillante sino un escudo, quizá modesto pero
enérgico, para abrirle cauces al respeto por la biodiversidad, el clima, el
agua, el aire, el patrimonio natural, lo cual es una manera práctica y concreta
de defender a la Vida y a la sociedad, que son una sola entidad, mucho más
importante que la salud financiera, la lozanía de las bolsas de valores y la
fortaleza de los mercados.
Ni optimista
o pesimista, ni flujo luminoso o parálisis opaca, ni enfermiza nostalgia o
esperanza delirante; la educación ambiental es más bien una trayectoria que
tercamente compartimos para tratar de comprender el sentido complejo, profundo
y pleno de la Vida, lo que no da lugar a la amargura ni a la derrota
anticipada.
Nuestra
rebelión e inconformidad, como educadores y ciudadanos, no nace de la soberbia
de quienes piensan en ganar, sino en el derecho que tenemos a los sueños y a la
luz. Necesitamos del galope, pero también de la danza, para retornar a la fe
universal de que el bien común, que debe incluir a todas las formas de vida,
aún es alcanzable. Ello nos implica luchar por un cielo abierto que no sea
humillado en cada mina; preferir el rostro de la frugalidad a la máscara de la
acumulación mercantil; creer en la potencialidad de la fuerza colectiva,
organizada, y no en la soledad humana como destino; optar por la festiva anarquía
de los paisajes y no por la inerme monotonía de los campos cautivos de
transgénicos; elegir la fuerza de los argumentos de la razón y de la ética y no
la violencia que con cada paredón cierra un camino.
Tercos
albañiles de la metamorfosis, los educadores ambientales tenemos en un puño una
brújula con norte incierto que anuncia que el laberinto no tiene sólo una
salida; y en el otro puño una crisálida que promete el libre vuelo de la Vida. Pero
poco haremos solos si no contribuimos a generar, a través de procesos
educativos, una ciudadanía despierta, con visibilidad política, capaz de ver
los problemas vitales y de crear motivaciones y razones frescas para definir
nuevas coordenadas. Ciudadanía capaz de rescatar sus demandas secuestradas, de
convertirse en el epicentro de la renovación, de extender el árbol de la vida
para que nos cobije a todos. La educación ambiental es una manera de entretejer
las voces ciudadanas para convencernos juntos que en el corazón de lo que somos,
en la sangre de nuestras profecías, está escrito que nada está condenado para
siempre.
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