miércoles, 13 de abril de 2011

Academia y autoritarismo, como el agua y el aceite

Adalberto Tejeda Martínez y Édgar González Gaudiano


Por una extraña razón los políticos mexicanos quieren alcanzar el grado de doctor. José Córdoba Montoya fue el falso doctor del Salinato y Fausto Alzati del Zedillismo. En cambio, los verdaderos estadistas les dejan los títulos y grados a los académicos y ni por equivocación buscarían inscribirse en la universidad de su comarca, esa que controlan por la vía del presupuesto, para obtener un certificado fácil. No se le ha ocurrido a Luiz Inácio “Lula” da Silva, que no tiene títulos universitarios pues de origen es obrero, ni a Felipe González, abogado litigante en sus inicios profesionales, por citar dos casos latinos de líderes exitosos, pero es probable que se le ocurra a Hugo Chávez. Y, en todo caso, para eso están los doctorados honoris causa que se pueden otorgar por méritos sobresalientes en el ejercicio de la función pública, preferentemente cuando esa función ha cesado.
El doctorado lo inventó hace más de doscientos años Wilhelm Humboldt, el hermano de Alexander, inspirado en el taller medieval donde se enseña con el trabajo diario para formar artesanos maestros, o investigadores creativos y formales en el caso de los doctores. El estudiante de doctorado tiene el deber de acostumbrarse a la crítica académica. Critica él a sus colegas, a sus profesores, a los autores que lee, y es sujeto de la revisión rigurosa de sus pares. No puede ser un doctorante si vive en una situación de privilegio o de marginación. No estudia sólo para saber más, sino para mejorar con sus aportes su área de conocimiento, y eso no lo puede hacer desde una posición conformista o de autoridad devengada de otra fuente que no sea el saber y el saber hacer. También debe entender –ese estudiante- que un doctorado no se ostenta hasta que no se defienda convincentemente una tesis, que por lo demás deberá ser una verdadera contribución al conocimiento.
El trabajo académico –sobre todo el de investigación rigurosa que además forma doctores- debe soportarse en la honestidad intelectual de profesores y estudiantes. El hijo del político local al que todos los profesores ponen dieces sin merecerlos, es una imagen común en los poblados atrasados. El funcionario doctorándose en escuelas donde ejerce su influencia no es precisamente un ejemplo de honestidad intelectual. Si su carrera es la política, ¿por qué afanarse en obtener el diploma de doctor, que no da ni quita méritos para la batalla electoral? Una explicación posible es que se perfile como candidato a político educativo, aspirante a rector, secretario de educación o agregado cultural, ya sea como meta principal o como red de protección para caer en blandito si llega a soltarse del trapecio del poder.
La otra cara de la moneda son los obsequiosos grupos pseudoacadémicos que con lisonjas y adulaciones, haciendo caso omiso de reglamentos de asistencia y de cumplimiento de la vida académica, regalan grados o los cambian por prebendas. Se desprestigian ellos pero en su desprestigio arrastran a la institución que deberían defender. La toga y el birrete pasan de investidura a disfraz o caricatura; los actos académicos se convierten en farsa. No es un ejercicio de contraste de ideas sino de autoritarismo del sustentante que no fue alumno ni estudiante, sino dador de gracias.
Con tesón y sangre nueva las universidades de la provincia mexicana cada vez más avanzan sobre los rieles de la academia, pero hay quienes siguen creyendo en el autoritarismo de la vieja universidad tropical.

Milenio El Portal, noviembre 15 de 2010

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