lunes, 26 de marzo de 2012

El legado perverso

El legado perverso[1]

Edgar J. González Gaudiano[2]

Es muy frecuente observar que los niños suelen ser los destinatarios de la mayoría de los materiales de educación ambiental, ya sean estos impresos, audiovisuales o electrónicos. La idea que pasa por la mente de muchos es que los adultos somos poco propensos al cambio, como árboles que hemos crecido torcidos, por lo que son las nuevas generaciones las que han de resolver los problemas que como adultos hemos provocado.

No estoy en contra de que haya programas de educación ambiental orientados específicamente a la población infantil. A lo que me opongo es a la actitud irresponsable de quienes teniendo las decisiones hoy al alcance de su mano para prevenir, mitigar y resolver los problemas que nos aquejan, asumen la postura cómoda de no actuar heredándolos a quienes no son generadores de los mismos. Es un legado perverso, pero eso es lo que está ocurriendo en relación con asuntos que debiesen ser del más alto grado de prioridad política y social, como el agua, el cambio climático, la desforestación y la pérdida de la biodiversidad, entre muchos otros. Esa es la razón por lo cual en las campañas políticas que están a punto de entrar en acción, saturándonos con miles de mensajes de toda índole sobre las presuntas virtudes y cualidades de los distintos candidatos, el tema de medio ambiente es visto con desdén. Además, los niños no votan.

Los niños no deben ser el foco principal de la educación ambiental, primero por las razones antes mencionadas, pero también porque no poseen capacidad efectiva de decisión e intervención sobre las causas de los problemas. Pese a lo que algunos pueden pensar, no está comprobado que los menores que participan en actividades de educación ambiental o aquéllos que reciben fuertes dosis de información sobre el estado del ambiente en sus procesos escolares, sean necesariamente agentes catalizadores efectivos que desencadenen cambios significativos en su entorno familiar. Los casos de padres que han dejado de fumar o que modifican sus hábitos de consumo por influencia de los niños, son más bien raros. Lo que sí se ha comprobado es que las personas sin hijos pueden estar tanto o más comprometidas con el medio ambiente y sus problemas que quienes sí los tienen.

La necesidad urgente de articular soluciones obliga a pensar en estrategias y programas dirigidos a toda la población y con énfasis en los adultos, principalmente a aquellas organizaciones e instituciones con mayor responsabilidad en las causas y con más capacidad de decisión para emprender cambios significativos en sus políticas y acciones. En todo caso, algunos estudios con población infantil sugieren que para que se den la formación de valores y los cambios en actitudes y comportamientos en la población infantil, resultan más efectivas aquellas acciones educativas y comunicativas que se inscriben en entornos congruentes con los cambios deseados y que se planean al menos con una duración de mediano plazo.

La orientación de los mensajes dirigidos a la población infantil es un asunto de  la mayor importancia. Los mensajes con contenido amarillista y catastrofista no inducen a la acción sino que por el contrario, provocan miedo, parálisis y apatía. Es preciso no provocar alarma o miedo sino ofrecer la motivación; esto es, transmitir la convicción de que aún podemos tener efecto en las causas de los problemas y que el mundo no está irremediablemente perdido. La desesperanza provoca indolencia y desinterés al derivarse de la resignación de que los problemas son abrumadoramente complejos e inevitables. Esto ha sido claramente observado especialmente en relación con el cambio climático.

El pesimismo es antipedagógico. Inducir la idea implícita de que el reto a vencer es demasiado grande y de que la intervención individual resulta irrelevante no es la mejor estrategia para motivar un cambio. Menos con los niños. Sin embargo, tampoco es conveniente minimizar la gravedad de los problemas y los riesgos que se derivan de ellos. El uso de las emociones en la educación ambiental ha de ser manejado con mucha cautela, pues podemos obtener el resultado exactamente contrario.

El viernes pasado se realizó una marcha desde tres sitios para protestar contra la  minera Caballo Blanco. Los resultados fueron pobres. Necesitamos mejorar sustantivamente nuestras estrategias educativas y comunicativas para motivar a una población apática e indolente de la importancia de su participación en asuntos que están a punto de modificar de manera radical sus vidas, en caso de que la mina se ponga en operación. Obviamente este no es un asunto para los niños, sino para los adultos. Las decisiones se tomarán desde muchos kilómetros  de distancia y en función de intereses que permanecen inconfesablemente ocultos. Pero los afectados seremos nosotros, los que vivimos aquí. No serán los empresarios que viven cómodamente en Nueva York o en Toronto, o los políticos que pueden elegir su lugar de residencia en cualquier parte del mundo para ponerse a salvo de la protesta social.

La gente a veces piensa que protestar no sirve de nada; pero está muy equivocada. La única posibilidad que tenemos como ciudadanos para incidir en el curso de los acontecimientos que afectarán nuestras vidas, es manifestarnos. Pero a veces no sabemos cómo hacer que las personas se sumen a causas que les afectan, aunque piensen que ya no hay nada qué hacer, o que los problemas son irreversibles. No sólo no  lo son, sino que si no actuamos pueden ponerse peor.   

El manejo equilibrado de los mensajes con una buena intencionalidad pedagógica es uno de los grandes desafíos para quienes queremos hacer educación ambiental.







[1] Publicado en La Jornada Veracruz, el lunes 26 de marzo de 2012, p. 6.
[2] Coordinador de la Cátedra UNESCO – UV “Ciudadanía, Educación y Sustentabilidad Ambiental del Desarrollo”.

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