lunes, 3 de septiembre de 2012

¿Por qué la distancia entre los dichos y los hechos? [1]


Edgar J. González Gaudiano[2]

A lo largo de los últimos treinta años ha sido notable el crecimiento del interés de la gente por los temas del medio ambiente. Ahora es más claro para la mayoría de la población, independientemente de la clase social, grupo de edad y nivel de estudios, que la calidad del ambiente está directamente relacionada con las condiciones generales de la calidad de vida. Nuestras vidas se degradan si se degrada nuestro ambiente. Estamos convencidos de que la calidad del ambiente es un valor y que es importante y urgente que alguien haga algo por conservarlo. Pero a pesar de saberlo, lo que observamos es un proceso progresivo de degradación que no sólo no cesa, sino que parece acelerarse.
        Las causas del deterioro del medio ambiente son complejas, pues están estrechamente ligadas con los estilos de vida y el estilo de vida dominante no es precisamente ambientalista. Las actuales aspiraciones sociales están ligadas a la adquisición de un conjunto de satisfactores materiales relacionados con un cierto concepto de bienestar. Sin embargo, estos satisfactores suelen implicar un mayor gasto de energía y materiales, tales como los electrodomésticos, los automóviles, los viajes, la moda, alimentos exóticos, etc.
Ese concepto de bienestar es difundido extensamente por la escuela, por los medios y por todos los demás vehículos disponibles por el sistema económico y social. De ahí que nuestro consumo y hasta nuestras actividades de ocio y entretenimiento están mediados por esta manera de concebir la calidad de vida.
El ambiente entonces es una prioridad para la gente, aunque no lo es tanto como la seguridad, el ingreso y el progreso material. Todas las encuestas coinciden en esto y ha sido un resultado constante en los últimos veinte años con ligeras variaciones de grado y de orden.
De ahí que los temas ambientales si bien se han posicionado en la agenda pública, no se han convertido en un asunto de primer plano dentro de los problemas de interés social. Es más, incluso han disminuido respecto del peso relativo que se les otorgó en la política durante las décadas de los años ochenta y noventa y sólo recientemente han vuelto a cobrar fuerza con el problema del cambio climático global. Este deterioro progresivo de la política ambiental muestra un perfil más acusado cuando se enfrentan crisis financieras y económicas de larga duración.
Es común escuchar entre la gente el que la preocupación por el ambiente va a incrementarse en la medida en que se mejoren las condiciones socioeconómicas y el nivel educativo de la población. Si esto fuera cierto, la población de los países desarrollados y con mejores índices de escolaridad estaría en la vanguardia mundial por reivindicaciones posmaterialistas y la verdad no es así. Salvo las excepciones de siempre y pequeños grupos comprometidos, la preocupación ambientalista de la población del mundo desarrollado no va mucho más lejos de su entorno local y regional. El consumo energético y la demanda de materiales del veinte por ciento más rico de la población mundial han venido creciendo de manera exponencial.
Lo que sí empieza a observarse como un factor determinante del cambio en la percepción y el comportamiento colectivos son las crecientes condiciones de riesgo, pero eso no implica necesariamente el desarrollo de valores ambientalistas. En otras palabras, la posibilidad de convertirnos en víctimas del medio ambiente por escasez de agua, sequías prolongadas, intensidad de huracanes, inundaciones, desabasto de alimentos, incremento de precios, etc. está provocando un creciente interés, sobre todo dada la marcada desigualdad social de los riesgos y la vulnerabilidad.
Lo anterior explica, al menos en parte, la reciente movilización y resistencia de importantes sectores sociales frente a decisiones que incrementan su situación de riesgo y vulnerabilidad sin que les reporten beneficios concretos a la población, tales como la mina Caballo Blanco y las represas de los ríos locales, sólo para citar dos casos en el estado de Veracruz.
Sin embargo, lo que es difícil explicar es el por qué hacemos tan poco en la misma línea de nuestra preocupación por el medio ambiente. La disociación entre lo que deberíamos hacer y lo que hacemos es un rasgo general de nuestras vidas y no sólo en cuanto a la relación con el ambiente. Diferentes teorías han intentado explicar esto y existe bastante coincidencia en que las categorías que integran la cadena valores, creencias, normas y comportamientos, tienen su propia lógica y están mediadas por diferentes factores. Valores altruistas pueden ser más congruentes con ciertos actos siempre que la cadena no se rompa. Es decir, los valores han de ser consistentes con la creencia, por ejemplo, de que mi intervención en los problemas puede marcar una diferencia significativa y de eso derivar una norma de conducta personal que definirá mis actos en un determinado sentido.
El proceso es considerablemente más complejo de lo que he comentado aquí, pero así opera en términos generales. El problema son los numerosos factores que debilitan la cadena, tales como el grado de incertidumbre, la distancia geográfica, la lejanía temporal, la proximidad emocional con las personas afectadas y las posibilidades de percibir los efectos de un fenómeno a través de los sentidos.
De ahí que las noticias que hablan, por ejemplo, del cambio climático como un problema que ocurrirá en el futuro, del cual no existe plena certeza científica, de que corresponde a los gobiernos, los científicos y las empresas asumir la mayor parte de las medidas y de que afectará en mayor grado a otros distantes y ajenos, son factores que merman nuestras convicciones y debilitan la cadena de valor-actuación. Esas noticias son afines a un discurso interesado en que se posterguen las decisiones para favorecer sus negocios, por lo que minimizan la relevancia actual de los problemas para frenar la formación de compromisos individuales y colectivos de mayor responsabilidad social.
No obstante, la cadena también se deteriora por nuestros deseos contradictorios y nuestras ambivalencias personales en los distintos planos de nuestras vidas. La creencia de que si se protege el medio ambiente se perderán empleos, pero si no lo hago me amenaza el colapso, produce dudas y parálisis y nos confronta con un dilema que termina resolviéndose en función de cuál es la consecuencia más cercana y probable en mi propia vida.
Muchos queremos consumir menos pero creemos que una reducción en el consumo es catastrófico para la economía; otros queremos proteger al medio ambiente y conservar las comodidades que nos da la vida contemporánea haciendo pequeños ajustes; las tecnologías ecoeficientes están bien pero que no afecten el salario, los beneficios o los puestos de trabajo; me gustaría usar menos el automóvil pero no puedo permitirme llegar tarde al trabajo y tampoco dispongo de transporte público eficiente y seguro; etc. etc.
Todos estos son ejemplos de los conflictos en los que nos movemos que nos alejan de una coherencia entre nuestros propósitos y los hechos, y también de la posibilidad de transitar hacia la sustentabilidad. El asunto es que la realidad nos va a obligar más temprano que tarde a entender que no hay manera de seguir en esta vía y eso modificará sustantivamente las expectativas e incrementará las tensiones sociales. Y esta advertencia no debiese ser desdeñable para un gobierno que comienza. Al tiempo.                 


[1]Publicado en La Jornada Veracruz, el lunes 3 de septiembre de 2012, pág. 7. 
[2]Coordinador de la Cátedra UNESCO – UV “Ciudadanía, educación y sustentabilidad ambiental del desarrollo”. http://edgargonzalezgaudiano.blogspot.mx

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